Miscelanea en el mercado

  Ajos en la puerta, ramitas de romero, flores, y chatarra. El mercado es un hervidero de avaricia y gula, sentimientos encontrados, miradas y recuerdos, gritos y despojos a la venta. El carnicero vende sus fragmentos mientras calcula cuántas reencarnaciones pueden quedarle. Tiene las manos enormes y sonríe con solo pensar lo bien que participa en la evolución de sus clientes. Se llama Pedro.

  En la puerta hay un puesto de flores y un perro junto a un árbol. Pedro sale de vez en cuando, lo acaricia, le tienta las costillas y sonríe. Es un perro color canela, con un punto de vista muy particular sobre la vida. Pedro lo sabe porque le ha visto en varias ocasiones defecar junto a las flores. Se llama Lassie y no le interesan para nada las ramitas de romero ni las flores que agonizan junto al árbol. Solo ladra y espera a que Pedro le lleve los despojos de sus sentimientos.

  Malena vende las flores. Manojos de orgullo que mantiene con azúcar y aspirinas. Vende flores y grita muy fuerte para aprovechar el tiempo de esplendor que le queda. Tampoco le interesan los ladridos del perro ni los augurios de la gitana que vende ramitas de ilusiones, ni siquiera la sonrisa efímera y artificial del carnicero que sale de vez en cuando para tentar las costillas del perro.

  La frutera se llama Magdalena. Hace mucho tiempo que vendió su cuerpo y ahora coloca el alma junto al brócoli y las manzanas. Juan se pasa de vez en cuando, tienta sus pechos enhiestos, y sonríe. Sonríe abiertamente, sin recato ni guantes, porque no existen guantes para unas manos tan enormes. Magdalena no dice nada, lo acepta, porque después de tanto tiempo nadie puede tener principios.

  Por el fondo de la calle se acerca Daniela. Lleva el entusiasmo y la chatarra, en el mismo carro donde acomoda su sonrisa marchita, algunas lágrimas resecas y unas cuantas emociones disecadas. Hace mucho, mucho tiempo que arrastra indolente su rutina sin importarle hacia dónde, porque sabe que todos los caminos llevan al cementerio. Cuando llega la tarde, despliega unos cartones y espera a que alguien se interese por el plomo de sus recuerdos. Abrazada a sus rodillas y a su viejo transistor, como tantas otras noches lo hiciera en las laderas de Colima, cuando su padre la dejaba desnuda y sollozando entre los sacos del granero. Aquellas malditas noches que tiñeron para siempre su mundo de blanco y negro. Pedro, el carnicero, la contempla a distancia sin abandonar su eterna sonrisa.

  Hierven los gritos y el bullicio de un enjambre de cuerpos vacíos que se agitan de puesto en puesto. El pescadero perdió a sus hijos una mañana de resaca, cuando el mar se asomó al acantilado a reclamar su tributo. Tiene los ojos de plata, fríos y redondos y extiende sobre un manto de hielo su venganza. Un niño se detiene, mira los peces disecados y toca con su dedo los ojos rellenos de asombro y resignación. Pedro, atrincherado en sus despojos, lo mira a distancia y sonríe con solo pensar en la suavidad de su pelo ensortijado.


  Vocifera un vendedor ambulante. Un intruso que no tiene nombre ni licencia. Debajo del gabán despliega un muestrario de relojes, ilusiones y amenazas. Relojes falsos empeñados en demostrar la fugacidad del tiempo. Su piel es negra, pero Pedro sonríe porque sabe que, debajo de su piel de negro, la carne también es roja.

  El mercado bulle. Resopla una cafetera, grita un camarero y una máquina tragaperras abre su enorme boca de avaricia e intenta llenar algunos carros de suspiros. El perro ladra, Magdalena pavonea, el vendedor vocifera, Daniela se arrastra, una madre busca a su niño y el carnicero sonríe mientras hace sitio… muuucho sitio en sus estantes.

  Esta mañana, Mohamed le ha pedido a Fátima que le acompañe al mercado. Pero ella ha visto un brillo extraño en sus ojos y ha guardado silencio. Mohamed no ha intentado esta vez despojarla de sus velos, ni perseguirla, ni siquiera le ha preguntado por la dinamita que guarda en sus pechos henchidos y turgentes. Tampoco ella ha echado a correr, ni reír con ese trinar de pájaros que tanto le gusta. No le ha llamado tonto ni le ha dicho, con aquellos sus labios dulces como solo pueden serlo los dátiles de su tierra, que no le gusta jugar con esas cosas. No lo han hecho. Mohamed quisiera llevarla con él al Paraíso, pero tiene demasiada prisa y no puede esperar su respuesta. Avanza por un callejón sin retorno en busca de setenta y dos vírgenes que le aguardan en el mercado. Sus labios bisbisean una extraña letanía.


Luis San José López

Primer Premio de Relato Breve

III Certamen Literario Universidad Popular de Almansa