Boletín especial

Las arizónicas están perfectamente cortadas, podadas en magnífica geometría. Apenas se adivina la calle, oculta detrás de la frondosidad verdosa, artificial. Desde las ventanas del segundo piso se aprecia la enfermedad de las plantas, secas, moribundas en su parte más alta.


Los nidos de las cotorras van secando las ramas primero, los troncos después, de los árboles autóctonos, indefensos frente al despiadado colonialismo de las aves tropicales. Los gorriones, indefensos, inofensivos, caen uno a uno, los cráneos reventados por los picotazos de los invasores. Ajeno a toda noción de paradoja, un hombre, viejo, con un mono azul de trabajo, una gorra con visera, como las de los ciclistas de hace un siglo, rastrilla las hojas que cubren el suelo del terruño, apenas una isleta, un jardincito seco y baldío. La barriga del anciano se adivina por debajo de la cremallera de su ropa de trabajo, del mismo modo que las canas cubren todo el pelo que la gorra deja al descubierto.


La ciudad se muere, entre nubes de contaminación, bloques de viviendas que nunca debieron llegar a existir y mil millones de motores, escupiendo sus vapores en un frenesí morboso, para quien los quiera inhalar. En edificios menos históricos, más abandonados, los transeúntes pelean por un palmo de sombra, una esquina resguardada del viento, en la que nadie patee sus cartones, sus espaldas ni sus ansias de huir. Un monovolumen blanco, indiferente, excepto por las brillantes llantas de aleación, tan americano como desproporcionado, pasa a escasos metros del hombre. Este se pasa el dorso de su muñeca derecha por la frente, levantando un poco la gorra sobre su cabeza. Se seca el sudor, mira la hora en su reloj y se dirige hacia el cubo de basura en el que deposita las hojas secas.


La infancia, la juventud y el amor se escurren por los desagües, presa de la inteligencia de los propietarios de dispositivos portátiles, de la malicia de los entretenimientos que les practican y de las muy pocas, malentendidas, ganas de vivir. El dinero les corroe, como el óxido devora los cimientos, los hilos de acero de las enormes propiedades de las que no quieren, no saben, salir. Una niña pasea un perro, un enorme pastor alemán. La delicadeza y juventud de la muchacha parecen venir a destacar aún más el enorme corpachón del perro. El pelo que cubre la zona de la columna parece una manta negra, que cubre la cabellera, lisa y dorada, del animal.



El coche para en la esquina a la que el perro arrastra a su dueña. Con el motor encendido, se abre la puerta corredera que queda del lado de la acera. En el tiempo que tarda la gorra del trabajador en caer al suelo, la escena se transforma radicalmente. Cuatro brazos asoman por la superficie ahora discontinua del vehículo. Una de ellas agarra la correa que une a la pequeña con su descomunal mascota. La otra hace una fuerte presa alrededor del antebrazo que lo sujeta. La niña queda en silencio. El dolor que experimenta la lleva a soltar instintivamente al perro, al tiempo que dos gruesos lagrimones comienzan a recorrer su rostro. La otra pareja de brazos la coge por los hombros, ejercitando una presión que, sin lugar a dudas, culminará en alguna pequeña, tan pequeña como necesaria, lesión articular. El pastor alemán sigue caminando aún un par de segundos, ajeno a lo que sucede a su alrededor. Para cuando se percata de que su amiguita ya no sujeta la correa, esta se encuentra en el interior del automóvil que ya circula a cierta velocidad, camino de la autovía. Nada ha pasado, nadie ha dicho nada, no hay razón para enfrentarse a la policía por exceso de velocidad o maniobras imprudentes.


El anciano recupera su gorra y tira del cubo de basura hasta que ambos desaparecen en la pequeña puerta del almacén en que la comunidad de propietarios cobija los trastos de limpieza y jardinería. Para cuando vuelve a dejarse ver, la niña está a varios kilómetros de distancia, con un hombro dislocado y claros hematomas, causados por la presión de unos fuertes dedos sobre sus delicados hombros y su antebrazo. Sigue llorando sin articular palabra. Presa de la sorpresa, quizá protegiéndose del infierno que tal vez intuye le espera, bloquea todas las regiones de su cerebro excepto una; se pregunta, como en una letanía, donde estará su perro. El animal, confundido, ha llegado hasta el acceso a la autovía. Ha cruzado a la carrera la primera rotonda antes de la carretera de circunvalación por la que su amiga se aleja. Un conductor, sorprendido por la súbita aparición, da un volantazo para evitar atropellar al animal. Lo consigue, pero solo a cambio de provocar un choque en cadena en el que otros seis vehículos se ven involucrados.


Desde su silla junto a la ventana del octavo piso, la esposa del jardinero le da la bienvenida, con los ojos medio escondidos en los gruesos cristales de sus gafas.


-"Llegas pronto."-

-"Se ha dado bien la faena, mujer. Pon la televisión, a ver qué pasa por el mundo."-



Miguel Castro Hernando

Tercer Premio de Relato Breve

III Certamen Literario Universidad Popular de Almansa