AÚN ES PRONTO
  Yo era desgalichado y flaco y tenía una bici con el timbre ronco. También tenía una caja llena de hormigas porque nunca me dejaron tener un perro. Algunas tardes me bañaba dentro de un bidón de hierro negruzco que colocó mi tío en el terrado. Antes me tocaba ponerme un bañador con estampados de palmeras y el dibujo de unas hamacas con rayas blanquinosas, y antes de eso no había más narices que esperar las dos horas de digestión. De hora y media a dos horas, refunfuñaba siempre mi madre y entonces la tontaina de mi hermana decía que me chinchara y se reía como una comadreja. Mi padre se empeñaba en que las comadrejas no se ríen, que las que se carcajean a pierna suelta son las hienas, pero yo una vez fui con el tío Damián al monte y vimos una comadreja que nos miraba con risotadas burlonas desde su madriguera, igual que la estúpida de mi hermana. El bañador también tenía un islote. Eso me va por la cabeza. Una isla diminuta con un náufrago barbudo y triste. Durante aquel tiempo infinito preguntaba mil veces cuántos minutos habían pasado. Lo preguntaba en una ocasión y al poco rato lo volvía a preguntar. Así de continuo. También preguntaba si ya podía buscar el bañador, o descolgar la toalla de los delfines, o si me dejaban entretenerme quitando las avispas que se ahogaban en el agua.

  Yo no dormía la siesta, pero me tumbaba sobre un sofá que se quedaba unido a la piel como si tuviera pegamento, o de esa cola pringosa que llevaba el carpintero que vino a arreglar las mosquiteras. Un tresillo de sky rojo al que la abuela le puso por encima calados de ganchillo. Luego, al tratar de despegarme, sonaba como una bolsa de plástico igual que la cremallera de mi mochila de Calimero y el sudor formaba figuras delgaduchas sobre el respaldo, como si fuera una radiografía del esqueleto. Como la que le hicieron al abuelo cuando se rompió la cadera por San Blas con aquel trompazo mientras salía de la ducha. Puesto boca arriba me dedicaba a mirar las manchas de humedad del techo y a buscarles cara, y luego orejas a esas caras y después pelos a esas orejas. Cuando el tiempo pasa lento, a los pensamientos les crecen piernas y les da por pasearse por las replacetas de la mente y otras veces por las habitaciones. Entonces volvía a preguntar si habían pasado ya las dos horas y si podía ponerme las cangrejeras. Todo eso fue cuando yo era pequeño, además de desgalichado y flaco. Ahora tengo doce años y voy un poco a la mía. Ya no uso cangrejeras porque se encajaban piedrecitas en las ranuras de la suela y armaba una escandalera bajando las escaleras. Desde hace unos meses tengo un reloj de plástico, uno digital que también te dice si va a llover y más chorradas que todavía no entiendo y ya no pregunto cuánto falta para poder darme un chapuzón.

  No sé si lo he dicho. Que yo estaba en los huesos y me asomaban las paletillas como al náufrago del islote de licra y acantilados pedregosos. Ese que no tenía más faena que observar los cocoteros o sentarse en las tumbonas de la playa. Una vez, en el bidón encontramos una rana panza arriba. Tenía la lengua fuera y los brazos abiertos de par en par como cuando mi primo hacía el muerto en la balsa de riego de la Cañada Larga. Mi tío dijo que seguramente le habría dado una insolación de tanto asomar la cabeza, o que se habría pegado un golpe con la pelota hinchable. Mi hermana preguntó cómo era posible que la rana hubiera llegado hasta allí. Mi hermana se pasaba el día preguntando cosas y mirando de reojo a mi amigo Ezequiel. Ella no lo decía, pero el Zequi le hacía tilín y también le hacía los ejercicios de química y las redacciones del fin de semana. Mi tío nos dijo que a lo mejor la rana llegó con la lluvia. Que a veces llueven ranas. Que igual era eso, lo del chubasco de ranas llovidas, o vete tú a saber.

  Miro alejarse a mi padre hacia el pasillo tintado de verde. Desaparece bajo el rótulo que informa acerca de las precauciones necesarias para entrar en la unidad de radioterapia. La mujer del pañuelo azul me aprieta suavemente la mano y se retira hacia los luminosos ventanales. Lentamente se inclina y apaga el televisor.

  Luego miramos los cartílagos de la rana al microscopio y Ezequiel le diseccionó las tripas para ver si por dentro era igual que en el libro de ciencias naturales. El Zequi siempre andaba buscándole los tres pies al gato y dándole al palique. Luego metió al batracio despanzurrado en un frasco, para disecarlo como la cabeza del jabalí que hay en el Casino Agrícola y nos fuimos hacia el bidón, porque eran casi las cinco y ya habían pasado dos horas menos cuarto desde la sandía del postre.

Amadeo Laborda Gil

Primer premio de relato corto

IV Certamen Literario Universidad Popular de Almansa