Ya era hora
  Llaman a la puerta. Llaman con el timbre. Suena imperativo.
  Hace mucho que dejé de responder a las llamadas imperiosas. Mi madre me llamaba y tenía que acudir de inmediato, siempre me mandaba hacer las cosas con urgencia, como si todo hubiera que hacerlo ya. Yo desobedecía y me demoraba. Murió hace mucho tiempo. Mi madre y mi padre ya murieron. No tenían prisa por irse y quizás por eso el tren que habría de llevarlos venía muy despacio y la espera se hizo larga. Larga y penosa espera. Yo sí estuve a su lado en la aflicción de los últimos días y también de los penúltimos.
  Suena de nuevo el timbre y golpean la puerta con los nudillos. Imagino quiénes pueden ser.
  Mi vida ha sido larga, me ha dado tiempo a tener una hija y un hijo y mucho después otra hija. Los crie como mejor supe. Mis mejores recuerdos son de entonces, todos juntos, viendo a su padre jugar con los mayores y a la pequeña queriendo acompañarlos. Crecieron, se hicieron adultos y, llegado el momento, cada uno a su manera, se fueron de mi lado; la mayor y el chico se casaron y tuvieron hijos; la pequeña se había ido antes de malos modos; que no la quería nadie, dijo, nadie, ni sus hermanos ni sus padres. No supimos de ella hasta bastantes años después. Unas llamadas telefónicas desde algún país del norte. La voz sonaba lejana, lejana y fría.
  No los volví a sentir cerca.
  Llaman. Suena el timbre, golpean con los nudillos y dan palmadas contra la puerta ¡Qué prisas!
  Mi marido también se fue. No es que me abandonara, se fue debido a un cáncer de páncreas que apenas le dejó tiempo para despedirse. Despidiéndose se había ido en otras ocasiones, aunque siempre volvió; en viajes tan largos como el nuestro caben muchas peripecias, el amor es volátil y los hombre son así, les gusta andar tras otras mujeres más jóvenes o más bellas o más delgadas o con los pechos más grandes, en fin, diferentes. Mujeres que, sin ellas saberlo, les recuerdan que podrían haber sido otros y les ponen en contacto con trozos olvidados de sí mismos, opciones posibles o imposibles que en algún momento de su juventud vislumbraron o soñaron. Me dejó en varias ocasiones, aunque sus abandonos no eran tales, eran más bien desencuentros o bravuconadas contra sí mismo. Siempre volvía. Lo hacía unas horas o unos días después mucho más cariñoso que en el adiós. Menos la última vez. A su regreso no utilizaba la llave, llamaba de una manera especial, primero daba un breve toque en el portero automático y al rato tamborileaba con los dedos en la puerta. Yo sabía quién era; le estaba esperando.
  Nunca dejó de quererme. Ni yo a él.
  Llaman insistentemente. Preguntan a gritos que si hay alguien. ¿Quién va a haber?
  Ya no esperaba a nadie. Las amigas que me quedaban dejaron de visitarme y, aunque no se acordaban de mi cumpleaños me telefoneaban de vez en cuando; luego debieron olvidarse de mi nombre, dejaron de felicitarme por mi santo, como antes habían olvidado mis hermanos, mis sobrinos, mis hijos, mis nietos… Sí, tengo o tuve nietos a los que daba carantoñas y chucherías que no debían ser del agrado de sus padres, mis hijos.
  Han dejado de llamar. Estarán echando a suertes quien entrará primero.
  Tuve una perrita que también murió; las dos veíamos la televisión, yo sentada y ella tumbada a mi lado. Las dos ya viejas nos mirábamos con ojos tristes. Y un canario. Tuve un canario cantarín al que un día, cansada de verlo revolotear de un palo a otro, le dejé la puerta abierta y se fue para volver al día siguiente. Lo mismo que había hecho mi marido, pero él me quiso durante muchos años más. No sé si alguien me seguirá queriendo. El canario murió pocas semanas después, se ve que quería pasar en la jaula sus últimos días, como yo.
  Están hurgando en la cerradura.
  Por precaución dejé el cerrojo sin echar.

José Mª Grande González

Mención especial de Relato Breve

IV Certamen Literario Universidad Popular de Almansa