Ya estoy aquí

"¿Cómo ha dicho que se llama? No, no tenemos nada a su nombre. Lo siento."
Que no me hayan ingresado la pensión no me ha sorprendido, casi lo esperaba, otra más de las casualidades que me vienen sucediendo. Extrañas coincidencias que, sospecho, puedan ser otra cosa. Se cumple ahora un mes de mi jubilación y también de la primera de estas misteriosas casualidades. El piscolabis de despedidas fue un trámite, buenas intenciones y poco entusiasmo; el regalo, un reloj clásico con pulsera de cuero. Mis antiguos compañeros estaban ausentes, unos jubilados, otros muertos, y el nuevo director, joven y ambicioso, ansiaba quitarse viejos de encima. Después de brindar me dio permiso para no regresar por la tarde; recogí mis cuatro cosas y dije adiós. Bajando las escaleras me fue invadiendo una congoja triste y antes de llegar al primero se me saltaron las lágrimas.
Unos días antes me había sometido al reconocimiento médico de la empresa; azúcar, colesterol… todo más o menos lo tengo controlado, y el corazón, después del susto aquel, sigue con sus sístoles y diástoles cansinas; camino de casa decidí recoger los resultados, eran el último vínculo con mi vida laboral, Me preguntaron el apellido, luego el nombre, luego el otro apellido y el día de la extracción. Los análisis no aparecieron. Harían las pesquisas pertinentes y me avisarían. Continué mi camino. Al llegar al portal abrí el buzón: vacío, ni cartas del banco. Lo primero que hice al entrar en casa fue quitarme el reloj; comprobé que estaba parado. Tendría que volver a por la garantía, un fastidio. En el salón miré a mi mujer, su retrato a la derecha de la televisión. Recordé los planes que habíamos hecho para cuando me jubilara: temporadas en la costa, un crucero… pero ella no pudo esperar. Ya ves, -le dije- el reloj ni es sumergible, para qué voy a ir a la playa sin reloj y sin ti. Ella no dijo nada, pero sé que me escucha. A la mañana siguiente volví al trabajo. El portero del edificio era nuevo, dijo que esa empresa no estaba allí; quise comprobarlo y subí hasta la cuarta. Él tenía razón: las oficinas habían desaparecido. ¿Qué estaba pasando? Quizás fue entonces cuando comencé a sentir que algo no iba bien, una sensación difusa, premonitoria de alguna fatalidad. Como pasaron unos días sin nada funesto la desazón se diluyó. Fue más tarde cuando por las mañanas comencé a tener momentos de ofuscación. Desde hace años mi cuerpo despierta y se levanta automáticamente, pero ahora una languidez desconocida me mantiene en la cama sintiendo la angustia de quién sale de una anestesia y no sabe dónde está; no sé si estoy dormido o despierto, si el sueño es terno o sueño que voy a despertar. Hay mañanas que me quedo postrado así durante horas. Lo siguiente fue lo del taller; había llevado el coche para cambiar aceite, filtros… lo tendrían en tres días. Caía en fin de semana, pensé que el lunes estaría. Esperé otro día, y uno más y ya el miércoles fui al taller con ánimo de llamarles la atención. No me habían avisado porque esperaban una pieza de fábrica, cuando la tuvieran me avisarían.
Ya han pasado casi tres semanas. Otra extraña casualidad. La penúltima ayer mismo; volvía de hacer unas compras y, en medio de la algarabía de la calle, sentí que yo era un vacío y el silencio me rodeaba. Pensé hacia fuera y todo estaba allí, el chirrido del bus deteniéndose, gente que subía y bajaba, en fin, la vida. Seguí andando y otra vez silencio y nostalgia, y al darme cuenta el mundo se ponía de nuevo en marcha. Esta intermitencia sigue ahí. Así es que ahora el siniestro "no tenemos nada a su nombre", no me ha sorprendido pero me ha metido miedo en el cuerpo.
Afortunadamente, al abrir la puerta, mi mujer ha salido a recibirme y me ha saludado con su peculiar sonrisa.
-¡Ya estoy aquí cariño!
Ella me ha dado un beso:
- Te estaba esperando.

José Mª Grande González

Segundo premio de relato corto

I Certamen Literario Universidad Popular de Almansa