LA OTRA ASTILLA


  Tengo una astilla clavada en el antebrazo. Es grande, en realidad enorme, como un arpón. La vi hundiéndoseme en la carne cuando nos empujamos unos a otros a babor.

  El barco está viejo. Es solamente un lugar sucio que resiste. Yo, subido encima –dentro de él-, me he comido el lenguaje de la navegación. De hecho, es casi lo único que he masticado estos días. Si me toco los labios con la punta de los dedos, descubro un paisaje lunar, un montón de surcos y cráteres salados. La herida se ha infectado porque no tengo forma de arrancarme la astilla del brazo. Ahora hay un volcán que crece a cinco centímetros de distancia del codo. Es rojo, del color del fuego, y supura. Durante esta noche, acuclillado en el rincón de popa y con la espalda pegada a un niño que tiembla, he pensado en si voy a morirme por esto. Por la astilla clavada, en lugar de bajo las olas, como hubiera imaginado cuando aún la tierra era mi casa. Sin embargo, esta mañana, el filo del amanecer me golpeó los ojos, y yo seguía vivo. Me he prometido a mi mismo que aguantaré, aunque tenga los nudillos abrasados y un cansancio que parece existir, solamente, con la intención de hacerme saltar por la borda. No me moriré hoy, ni tampoco mañana. Setenta y dos horas después sigo viendo cómo se hace de noche. Un compañero susurra un grito –si una cosa así fuese posible- para no alertar a quienes no queremos que nos descubran. Al fondo, golpeada por el vaivén de las olas negras, hay una costa aplastada, sin ruido. La quilla de la embarcación abre una cicatriz profunda en la arena y saltamos, unos encima de otros, y los párpados y el pelo se nos llenan de agua. Por un momento, me alegro de haber viajado solo, para no tener que comprobar si mi hijo, o mi hermano, siguen vivos también. Como yo.

  Unas figuras corren hacia nosotros, Traen agua y mantas que brillan reflejando una luz que se ha ido. Bebo. Trago sin parar, y después pido más. Les enseño mi brazo y me sientan en el suelo, sobre una duna, mientras destripan los maletines médicos a mi alrededor. Sacan pinzas, linternas, y se agachan sobre la herida. Apenas cinco minutos después, me han sacado la astilla del brazo, llena de sangre negra.

   He preguntado, en mi idioma, si alguien vendrá pronto a explicarme cómo van a sacarme la que tengo atravesada en el pecho, de lado a lado, ahora que he llegado hasta aquí, y que soy libre.

Juncal Baeza Monedero

Tercer Premio de Relato Breve

V Certamen Literario Universidad Popular de Almansa