GAJES DEL OFICIO

  Era viernes noche y se encontraba escribiendo una nota de suicidio. Cuando era una niña publicaba poesías en la revista del colegio, más tarde se dedicó a las crónicas deportivas cubriendo los desastrosos partidos del equipo de su ciudad. Llegó a escribir poemas a la carta a cambio de la voluntad, que solía ser muy escasa, hasta que por fin encontró su nicho de negocio. En un mundo en el que no se toleraba la frustración y en el que la apariencia había adquirido tanta importancia, muchos eran los que optaban por abandonar y despedirse. Pero lo querían hacer dando buena imagen. A menudo los suicidas se inventaban un pasado o redactaban una nota dirigida a un amante inexistente para que familiares y amigos no los recordaran como alguien previsible y carente de interés. En todo caso, ninguno se quería arriesgar a escribir una birria, así que los que se lo podían permitir recurrían a profesionales y Cecilia era una de ellos. A diferencia de la mayoría de sus colegas, ella se reunía varias veces con sus clientes, los escuchaba y les hacía multitud de preguntas con el fin de ofrecerles un producto de calidad y totalmente personalizado. Lo más habitual era escribir notas dirigidas a la pareja, aunque por supuesto también las había dirigidas a hijos, padres, amigos, vecinos, compañeros de póker… También era conveniente tener en cuenta el tipo de suicidio. No tendría sentido decir adiós argumentando que no se quiere causar molestias y luego pegarse un tiro en el salón dejándolo todo hecho una pena. Las mujeres solían inclinarse por los métodos menos violentos, como la ingestión de pastillas, mientras que los hombres tendían más al ahorcamiento o el tiro en la boca, sin renunciar al salto al vacío.

  Cecilia tenía pocos escrúpulos, pero siempre exigía a sus clientes dos requisitos: pago por adelantado y no ser fontanero. Esto último se debía a un trauma que sufrió de pequeña, cuando se inundó el cuarto de baño de su casa y sus padres no consiguieron que nadie atendiera su urgencia hasta que habían pasado varias horas. Se podría decir que para Cecilia las personas más importantes eran los suicidas y los fontaneros. Tampoco le gustaba trabajar para menores de edad. Si venía algún cliente muy joven le solía decir que volviera con una autorización de los padres o tutores legales mientras, pasándole el brazo por encima de los hombros, lo iba acompañando a la puerta. Entre su cartera de clientes se distinguían tres categorías. Por un lado, estaban los suicidas que simplemente fantaseaban con la idea de quitarse la vida, por otro los que lo intentaban y por un motivo u otro no lo conseguían y por último se encontraban los suicidas propiamente dichos, que eran los menos rentables ya que hasta la fecha ninguno de ellos había vuelto a hacerle ningún encargo.

  De repente sonó el timbre. Dejó de teclear y revisó su agenda. Al comprobar que no tenía ninguna cita concertada decidió no descolgar el telefonillo, pero a la tercera llamada la curiosidad pudo con ella.

-¿Sí? ¿Quién es?
-Tengo que hablar contigo. Soy Eva, Eva Cuchinsky, sé que conoces a mi marido.
   Antes de oír el nombre, Cecilia ya sabía de quién se trataba. Esa voz, ese tono, hasta la forma en la que había pulsado el timbre le habían resultado familiares a pesar de que era su primer contacto con esa persona. Matt Cuchinsky era uno de sus mejores clientes, todos los años le hacía varios encargos. El tipo andaba por los cincuenta y muchos, ganaba pasta para aburrir y en la oficina era el rey, sin embargo, en su casa mostraba una enfermiza dependencia de su mujer. Cada vez que tenían una bronca, llamaba a Cecilia para pedirle hora. Matt se tumbaba en el sofá y relataba su situación e intenciones mientras ella tomaba notas en su libreta. Poco a poco iban perfilando el tono de la carta, buscando que fuera lo más impactante y lacrimógena posible. Más tarde la colocaba en la mesilla de su dormitorio y desaparecía. Un par de días después volvía a casa, su mujer y él pedían perdón mutuamente y todo volvía a la normalidad. Era la primera vez que Cecilia se iba a encontrar con el destinatario de una de sus cartas. Pegó el ojo a la mirilla y luego abrió la puerta solo unos centímetros
-¿Sabes dónde está?- dijo Eva. No había enfado ni reproche en la pregunta.
-No, hace tiempo que no viene por aquí. - contestó Cecilia sin quitar la cadena.
-Estoy muy asustada, esta vez no ha dejado nota de suicidio.
Cecilia tragó saliva.


Ricardo Lázaro Lavilla

Mención especial de Relato Breve

V Certamen Literario Universidad Popular de Almansa