Tropezón

-Nos vamos a Macondo- gritó Sebito.

La tranquilidad saltó por los aires. Una mosca se posó en mi frente. Se detuvo, me miró fijamente, y frotó sus patas delanteras esperando una explicación. ¡Como si yo lo supiera! Otras muchas revoloteaban también a mi alrededor, inquietas provocadoras, curiosas, atrevidas… Hacía un calor endiablado. Sebito se acomodó el hatillo en la espalda con un pequeño brinco, e iniciamos la marcha.

El camino hasta Macondo era estrecho y difícil. Doscientos metros de caída vertical a la izquierda, una pared de granito a la derecha, y mucha piedra suelta con la que era fácil tropezar y despeñarse. El río murmuraba en el fondo del barranco. Sebito, acostumbrado a la soledad de la montaña, dejaba escapar sus pensamientos también con un ligero murmullo. En el aire zumbaban las moscas. Tooodas las moscas del mundo se habían concentrado alrededor de mis ojos. Golosas, insaciables, pegajosas… Empecé a pensar que les importaba un bledo el motivo del viaje.

-¡Vaaamos, burriiica, que se nos hace de noche! ¡Qué diantre estarás pensando!.

Chascó repetidamente la lengua y azotó mi grupa con su vara de mimbre. Cada vez hacía más calor y aquellas malditas moscas no dejaban de acosarme. Cuando llegamos a la fatídica curva del Tropezón, Sebito se puso delante y me sujetó firmemente por la cabezada.

-Vaaamos, que no es para tanto.

No contaba con mi pánico a las alturas, ni reparaba tampoco en el ancho de mis alforjas. Doblamos el recodo y un abismo se ofreció ante nosotros. El viento, cálido y sofocante, se agarraba sollozando a la pared. Aquella bestia de Sebito sabía de sobra que los burros no podemos ni sabemos volar, pero cuando se ponía tozudo, era difícil saber quién era quién y yo le dejaba ponerse por delante.

El viaje me estaba resultando fastidioso pero ya se sabe que la fatalidad tiene siempre segundas partes, y cuando creía que habíamos superado la curva y el sendero se hacía un poco más ancho, frente a nosotros, apenas a treinta pasos, mal encarado, nos encontramos con El Cuarto y con su burra Jacinta. Sebito ralentizó su paso, tensó mis riendas y se llevó su mano libre a la faca. El Cuarto se detuvo. Cogió la garrota que colgaba de las cinchas de Jacinta y la sujetó en posición horizontal sobre su hombro. Avanzamos. El paso se volvió lento, medido, tenso, expectante. El calor, las moscas, el precipicio, mi vértigo inconfeso, el viento sollozando en la pared… todo quedó concentrado en sus miradas de fuego. Dos generaciones de rivalidad, dejaban ver el odio de una mandíbula deformada para siempre, y el recuerdo de una cicatriz de veinte centímetros junto al corazón. Ululaba el viento. Jacinta cargaba sus enormes odres de vino, yo las alforjas repletas de quesos, el Cuarto su garrota y Sebito su faca. Jacinta y yo nos miramos sin comprender la cerrazón de aquellos bípedos animales. Ninguno quería ceder la parte interior del camino, y era evidente que no había sitio para todos. Finalmente, Jacinta se desvió ligeramente hacia el exterior, pero al llegar a mi altura, trastabilló con una piedra y perdió el apoyo arrastrando hacia el precipicio a El Cuarto, que se había empeñado en no soltar las riendas. Sebito saltó con agilidad felina y le dio tiempo a cortar de un solo tajo, las cinchas que sujetaban los pellejos de vino, pero todo resultó demasiado rápido, demasiado tarde, demasiado inútil. Los tres se precipitaron al vacío y un golpe seco reventó los odres y los cuerpos. El río y las rocas se tiñeron de rojo, y yo me quedé mirando a ninguna parte mientras una mosca, socarrona e indolente, frotaba sus patas delante de mis ojos.

Luis San José López

Mención especial en relato corto

I Certamen Literario Universidad Popular de Almansa