LA TÍA LOLA, LA MILLANA

La tía Lola regentaba una tienda de ultramarinos. Lola, la Millana. Un mostrador de madera, una báscula, el papel gris blanquecino para envolver embutidos, una pequeña mesa camilla que ayudaba a aguantar los rigores del invierno. Estaba la tienda en la misma vivienda que ocupó casi toda su vida. La casa de mi abuela. Funeraria Millán. Al lado, el almacén de mis tíos. La tía Lola permaneció al lado de su madre toda la vida. Soltera, sin hijos. Trabajando desde que apenas era una niña. Era otra época. Era una época de negro y luto. Y así forjó unas manos ásperas, un carácter áspero, una vida áspera porque áspera era la vida. Vio de pequeña marchar a su padre a la guerra. Aquella guerra antigua. Los años siguientes fueron posguerra y trabajo. De sol a sol. Posguerra y luto. Luto pegado a los muros de las casas. Luto pegado a las aceras. Luto en las miradas. Un luto que se les pegó al alma y no abandonaron en toda su vida.


La tía Lola vivió toda la vida en aquella calle, la calle de Evaristo y el relojero, del Vallisoletano y Paco Gor, la calle del talabartero y Armengol el de los plátanos, de Piliso, de Alberto y la Murciana, la calle de mi casa, la calle de "la piana" y las Higuericas, de la tienda de Rafaelico, de la tienda del Borrego, la calle que era el mundo entero, la calle de pintar rayuelas en la acera con piedras blancas, de las puertas de madera y los vecinos en la puerta de la calle las noches de verano. La tía Lola vivió siempre en aquella casa, entre aquellos muros, en el fragor de las máquinas de escribir, de la carga y descarga de los mozos de almacén y el humo del motocarro de reparto, en el fragor del vecindario en aquella tienda que cuando cerraba tomaba forma de la puerta contigua de la vivienda, pues seguía entrando el vecindario y seguía atendiéndolos, en el fragor de la casa llena de gente los domingos cuando tíos y primos compartíamos aperitivo presidido por la abuela.


La tía Lola no tuvo ni siquiera un novio: tuvo un pretendiente. Ella estuvo sola toda la vida; así fue su travesía por la vida: sola. Y aquel pretendiente, que años atrás había querido a la Lola, y que un buen día, en la tienda, oyó a mi abuela decir que "era poca cosa para su Lola", y a raíz de aquel comentario desapareció de su vida, años más tarde volvió a pasarse por la reja que daba a la calle de esa pequeña tienda, ya cerrada. Volvió a tocar, seguro que con los nervios de un adolescente, a la puerta de la casa. Le dijo: Lola, ¿tú crees que podemos estar juntos ahora, aunque ya tenemos unos años? Ella, nunca lo confesó, pero seguramente con lágrimas en los ojos y en su alma vestida de luto desde niña, desde que volvió de la guerra su padre y lo reconoció por los dientes manchados de tabaco, desde que con apenas veinte años enterró a su padre y se quedó a cargo de la madre y de cinco hermanos menores, desde que guardó dos años de luto en memoria del padre fallecido; ella, nunca lo confesó, pero seguramente con lágrimas en las manos y la pena anegándole las venas; ella, nunca lo confesó, pero seguramente con el corazón convertido en una cancela cerrada… ella le dijo: ay, Antonio…¿no ves que ya no puede ser? ¿No ves que se nos ha pasado la vida, Antonio? Se nos ha pasado la vida…


Nunca lo confesó, pero es de suponer que aquella tarde, al cerrarse la puerta de aquella casa inmensa, la casa que había sido de sus padres, la casa que había sido de sus abuelos, la casa que había sido de sus bisabuelos, aquella tarde, al escucharse el sonido de la puerta al cerrarse, la soledad se quedase ya para siempre colgada de las paredes, guardada en los cajones y las alacenas, almacenadas en los baúles, etiquetada en el silencio de la casa antigua e inmensa, donde apenas resonaban los pasos únicos de la tía Lola. Se nos ha pasado la vida parecían decir las fotografías de todos sus sobrinos expuestas en la mesa del comedor, parecían decir los cuadros tapizando las paredes, parecía decir la cama de matrimonio pero solo con una lamparita de noche en una de las mesillas, parecían decir los armarios habitados solamente con ropa negra de mujer. Y transcurrieron los días, transcurrieron los meses, transcurrieron los años… y se pasó la vida, para cada uno, para ambos. Llegó la noticia de la muerte de él, y ella aún se quedó más sola. Y solo esperó ya eso: que se le pasará la vida, porque la vida se le había pasado hacía ya mucho tiempo, tanto tiempo.


Carlos Hernández Millán

Primer Premio de Relato Breve

II Certamen Literario Universidad Popular de Almansa