ELLA

Aquella fue la primera y última vez que la vi, pero aquellas miradas furtivas fueron suficientes para que no la olvidase jamás.

Supongo que eso era lo que todos llaman amor a primera vista.

Recuerdo que cuando yo llegué a la cafetería, ella ya estaba allí. Que su pelo era excesivamente ondulado, tan rizado que se amontonaba alrededor de su cara de porcelana y ella no paraba de tirarse de los cobrizos rizos, un tanto acomplejada; palpándose aquella melena constantemente y frunciendo sus rosados labios con desaprobación. Manoseaba su cabello continuamente y lo aplastaba con sus delgadas manos, hasta que optó por colocarse un sombrero gigantesco para disimular su alboroto capilar.

No paraba de remover una y otra vez su taza de té, el cual parecía no haber probado en ningún momento. Cuando no estaba ocupada sintiendo complejo con su cabello, dedicaba el resto del tiempo a darle vueltas una y otra vez a la cucharilla.

Por centésima vez comprobó la hora en su reloj de muñeca y suspiró. Su mirada perdida y ausente se paseó por la cafetería y mi corazón latió fuertemente al pensar que, en su generalizado escrutinio visual al lugar, podría verme. No supe si mis nervios se debían al creer que podía reparar en mi presencia y fijarse en mí, interesándole en algún sentido o, por el contrario, se percatase de que no había parado de observarla en todo momento. Pero la realidad me golpeó cuando comprobé que me había ignorado completamente. Volvió a mirar la esfera del reloj y suspiró resignada, pareciendo decepcionada y desesperada.

Estaba esperando a alguien y resultaba a esas alturas más que obvio que su cita no iba a acudir. A pesar de todo, ella volvió a remover el té y siguió esperando, aunque su rostro crispado desvelaba que se estaba impacientando.

Yo no tenía ninguna cita, sencillamente estaba ahí porque el calor de aquella tarde me había obligado a hacer un alto en el camino para tomar un refrigerio. El hielo de mi vaso se había derretido hacía rato y yo ni me había percatado, porque en ningún momento había dejado de mirarla. Mi pausa que pretendía ser de pocos minutos se había extendido por esa mujer que esperaba en soledad. Podía levantarme, recorrer la escasa distancia entre nuestras mesas y presentarme, entablar una conversación casual y poder conocerla verdaderamente en lugar de mirarla sin parar.

Pero no me moví ni un ápice.

Finalmente ella se puso en pie, dejó un par de monedas sobre la mesa, junto a la taza de té sin beber, y se alejó, con su vestido de flores ondeando con el viento, exponiendo sus largas piernas de marfil. Su paso era decidido, el de una mujer cuyo orgullo ha quedado destrozado y se marcha furiosa.

De repente se detuvo, ladeó su cuerpo y sus ojos verdes volvieron a contemplar la terraza de aquella cafetería. Y aun desde la distancia pude distinguir la airada expresión de su rostro, el cual minutos antes había lucido imperturbable, incluso algo distraído. Durante varios segundos estuvo allí estática, parada mirando a la nada, hasta que finalmente agarró con furia el asa de su bolso y, levantando el mentón con altanería, volvió a dar media vuelta. Cruzó la calle sin mirar, decidida caminando al frente, y tuvo la fortuna de que ningún vehículo la rozó siquiera, aunque también era cierto que nadie más parecía ser consciente de su presencia.

Y supe que jamás volvería a verla.


Aquel día tuve que detenerme en aquella cafetería por culpa de las altas temperaturas.

Ahora lo que me obliga a parar es la edad, la pesadez en las piernas y la incapacidad para dar un paso más. Ya no importa si el sol golpea mi cuerpo con fiereza o el frío se clava en mi piel como afiladas cuchillas; soy yo mismo el que se boicotea de forma involuntaria; quien siente calambres al mínimo esfuerzo, quien se asfixia prontamente, quien vive con el temor de llegar al punto de tener que postrarse en una silla y olvidar el placer de dar un plácido paseo.

La tarde de hoy no es especialmente calurosa e incluso yo, con mi deteriorado cuerpo por culpa de la avanzada edad, soy capaz de disfrutarla con gusto, siendo consciente de que este día de primavera es un auténtico regalo que pocas veces se repetirá en lo que queda de estación. Por eso mismo he tomado mi bastón, el cual se ha convertido en mi inseparable amigo y una extensión de mi cuerpo, y he salido a dar un tranquilo paseo hacia ninguna parte.

Mi avance es tan lento que incluso me desespera a mí mismo. Los más jóvenes me adelantan y los niños pequeños hacen comentarios poco educados sobre mí que no son corregidos por sus padres. Abochornado, sin acostumbrarme a resultar tan inútil e irrisorio, me detengo a descansar en un banco, bajo el cobijo de un árbol que proyecta su sombra sobre mí. Suspiro con pesadez y miro a mi alrededor en busca de algún entretenimiento externo.

Y la veo a ella. Han transcurrido más de cuarenta años y sigue con el mismo vestido de flores y con el mismo cabello alborotado bajo un sombrero. E igual de joven.

Ella mira hacia donde estoy yo. Sonríe. Y sé que me ha visto.


Tania Hernández Arias

Tercer Premio de Relato Breve

II Certamen Literario Universidad Popular de Almansa