LA VENTANA DEL ÁTICO

  No estudié, como sí lo hicieron muchas de mis amigas, en un colegio de monjas. Al contrario que ellas, recuerdo mi niñez y mi adolescencia como la de una niña recluida. En aquella casa de campo donde nací, los vecinos más cercanos vivían a tres kilómetros. Allí pasé mis primeros seis años. La vida era rutinaria. No había diferencia entre un martes y un domingo. Mi padre madrugaba mucho, y el balido de las ovejas me hacía saber que se marchaba con ellas. Presumía de ser el mejor pastor, también de tener los mejores perros: "Jabato y Tarzán".


  Mi única hermana, Rocío, trabajaba constantemente. Ordeñaba tantas ovejas como mi padre, incluso algunos días, a mi hermana, se la llevaba a pastorear. Cuando Rocío disponía de algunos minutos libres, éstos los dedicaba exclusivamente a su pequeña hermana. A mi madre en cambio la veía distante conmigo. Sólo pretendía que no molestase y que no hiciese enfadar a mi padre.


  Al trasladarnos a la ciudad comencé a asistir al colegio. A él me llevaba mi hermana. Algunos compañeros me decían que qué madre más guapa tenía. Rocío me llevaba dieciséis años y sólo era algo más joven que el resto de madres que acompañaban a sus hijos. Ese primer año de colegio me costó bastante adaptarme. Pasé de convivir rodeada de naturaleza, y horas interminables de silencio, a conversar mañana y tarde con diferentes alumnos. La mayor diferencia respecto a ellos la sentía en las horas libres, esas que quedaban al atardecer. Salían con sus padres al parque que había junto a nuestro edificio. Los míos, un día tras otro, decidían que yo debía permanecer en casa.


  Desde la ventana de mi habitación veía a decenas de niños jugando, a algunos los conocía. Deseaba jugar con ellos y a la vez no quería llamarles la atención. Desde ese ático y desde mi ventana disponía de una libertad que me pertenecía y que temía perder. Me veía presa y sin saber por qué.


  Con mi madre no existía el diálogo, echaba de menos sus consejos. Cuando tuve mi primera menstruación me faltó confianza para comunicárselo. Rocío se casó y comencé a sentirme más sola todavía. Cuando mis padres notaban mi presencia, en la mayoría de las veces callaban. Enseguida comprendí que no era hija deseada, incluso llegué a pensar que era adoptada. Cuando miraba día tras día a través de esa ventana me asaltaba ese pensamiento. Nunca vi fotos de mi bautizo ni tampoco de cuando era un bebé, pero sí las vi de mi hermana estando en brazos de ellos. Una y otra vez me preguntaba por qué me hicieron sentirme marginada, y por qué no recibía el carió que otros niños recibían de sus padres.


  El matrimonio de mi hermana no se consolidó, y antes de su segundo aniversario se divorciaron sin llegar a tener descendencia. Mi hermana no volvió a mi casa, siguió viviendo en la que compró. Tras la ruptura con Andrés me insistía en que me fuese a vivir con ella. Crecí entre una casa y otra. Cuando tenía catorce años contraje una extraña enfermedad, pasando días en cama en los que la fiebre no dejaba de acompañarme. Mi hermana fue a visitarme como hacía a diario. El último día dejó la puerta de mi habitación entreabierta, y del salón me llegaban las palabras que sin salirse de tono, alcanzaron un volumen que me permitió escuchar con claridad.


  -¡Mamá, no insistas! Me llevo a la niña.

  -Tu padre no me perdonará.

  -¿Crees de verdad que mi padre está en posición de perdonar a alguien?


  No bajaron la voz. La conversación concluyó. Volvió a entrar en la habitación invitándome a vestirme. No me encontraba con fuerzas para negarme, pero tampoco para levantarme de esa cama. Entonces mi hermana me lo exigió. Mi madre, desde la puerta, guardaba silencio. Me encontraba aturdida y con dolor por todo el cuerpo. Con la ayuda de mi hermana me vestí. Los diez minutos que pasé en ese coche hasta llegar a su casa, se me figuraron horas. Definitivamente me marché, allí se quedó mi cama y la que siempre sería mi habitación. Ahora dormía en la cama de Rocío y ella a mi lado. Igual que contraje la enfermedad, poco a poco me recuperé. Sobre los comentarios que le hacía a mi hermana, referente a volver junto a mis padres, me pedía que desistiera. Que ella se encontraba sola y también me necesitaba.


  Un día fui a ver a mi madre, y aprovechando que no había nadie más le pregunté si había algo que yo debiese saber. Guardó silencio. Me dirigí a mi habitación y me puse junto a esa ventana con la que había compartido cientos de horas, y a la que durante muchos años dejé preguntas sin respuesta.

  Volví con mi hermana, y uno de esos días que nos bebimos un bote de refresco decidí recoger restos de su saliva. Los mandé a un laboratorio junto a una muestra de la mía. Días después recibí respuesta en la que confirmaban que la relación entre ambas no era de hermanas sino de madre e hija. Al leerlo no reaccioné con excesiva sorpresa, me golpeó con fuerza un recuerdo que presencié con cinco años: Rocío, en el corral y rodeada de ovejas, le gritó a mi padre a la vez que lo agarraba del cuello: "Si vuelves a ponerme las manos encima te mato".


Joaquín Moreno Oliva

Mención Especial de Relato Breve

II Certamen Literario Universidad Popular de Almansa